No rompe la cerradura, ni causa pavura. No patea la puerta, ni te despierta. No deja huellas marcadas, ni monta coartada. No porta armas, ni detona alarmas: el capitalismo no es tan pelotudo. Todos los días entra a tu casa, perverso y sigiloso, por los cables que te conectan al calabozo; esa televisión que escarba y escarba, con la pala de Durán Barba.
Ante tremendo hipnotismo, el síndrome de Estocolmo puede encontrarte votando al macrismo. Y entonces, ahora que todos los frentes populares votamos la ley de medios audiovisuales, debemos botar la ley de miedos estructurales, bombardear los tribunales con explosiones culturales.
Cada día, tempranito a la mañana, los grandes grupos económicos asaltan miles de casas en todos los barrios, envueltos en papeles de diarios. Calladitos, filtran su agenda, su sentido común, sus pronósticos y hasta algún sobrecito de shampoo, seduciendo a los jefes de hogar, para que los inviten a desayunar. Y ahí nomás, explayados en la doble central, los pasquines se vuelven la guardia imperial.
¿Cuántas veces entró un periódico a tu casa? ¿Y? ¿Pudiste ver lo que pasa? ¿No viste al distribuidor descargando el camión a pulmón? ¿No viste a los pasantes, viajando en colectivo, para cubrir algún partido? ¿No viste al director ofertando sus juicios de valor? ¿No viste al canillita, acomodando cada uno de esos pliegos? ¿Qué onda? ¿Nos dejaron ciegos? Dentro de un diario, del panorama que pinta, viene mucho más que papeles y tinta.
Desnaturalizando la empresa, la comunicación no nace en la tapa impresa, ni se muere en tu mesa: la imaginación, los redactores, la dirección, los impresores, la distribución, los vendedores, la información y los lectores, debieran articularse en un circuito democrático, para no volvernos rehenes de un silencio catedrático.
El periodismo de mercado, poco a poco, te va cagando la vida, meando la información y tirando para abajo la cadena de circulación. Voceros de los gobiernos o las multinacionales, grandes comunicadores se vuelven marionetas de los capitales que los tienen de las tetas, porque si no los inventaron, los solventaron desde la pauta oficial o la publicidad comercial. Y en esa dualidad, agoniza la industria editorial.
Distorsionando la libertad de prensa, van prensando sus gargantas con la libertad de empresa. Devenidos en marquesinas publicitarias, sus causas prioritarias no son tales: son deberes maritales, en la connivencia con las estructuras del poder, que no se conforman con tener y tener, cada día un poco más. Quieren callados a todos los demás.
Hoy, ni Clarín, ni La Nación, ni Página, ni El Gráfico, ni Gente, dependen de su transparencia para garantizar su subsistencia, pero esas estrategias comerciales se vuelven trampas mortales, para los vendedores, los distribuidores y los medios pobres que no pueden, o no quieren, negociar esa lógica paternalista, hipotecando su buena vista.
Legalmente, los medios alternativos están obligados a solventar una distribuidora, desde la primera hora. Y los canillitas sólo tienen permitido recibir publicaciones mediante distribuidores. Pero la ley está vieja y nadie se queja, porque resulta imposible el cumplimiento de ese proceso, cuando un medio alternativo no es más que eso. ¿Más claro? Las revistas culturales quieren florecer, los canillitas necesitan vender y las repartidoras saben que, denunciando ese vínculo directo, serían víctimas del efecto: cumpliendo los requisitos que imperan, mientras tantos desesperan, nadie, ni Doña Rosa, ni La Garganta Poderosa, podría desarrollar una fuerza emprendedora, capaz de pagar un día el servicio de una distribuidora.
Cada vendedor se adjudica el 33% del precio de tapa, que si está bajo, algo destapa: la guita de la pauta, del kiosco se escapa. Y otro 17%, les corresponde a los agentes de distribución, en los casos que la envergadura del medio y las bondades de la inflación habilitan una masiva repartición. Sumándole a eso, el costo del papel, la tinta y la imprenta, no hace falta un postgrado en Harvard para darse cuenta: es inviable el único canal legal, para regar y alumbrar una redacción popular. Pues de no ser por la solidaridad de los canillitas, los distribuidores y los buenos periodistas que se portan mal, no estarías leyendo este editorial.
No todo es televisión. Discretamente, los oligopolios de la comunicación van asfixiando poco a poco los emprendimientos gráficos que toman otra dirección. Por esa razón, como nunca, están en crisis la venta y la distribución, aplastadas por el mismo techo que acecha a la imaginación. ¿Qué motivará el surgimiento de nuevos canillitas, si sólo tienen productos para ofrecer, diseñados por empresas que no necesitan vender?
¿Cómo darle para delante, mientras siga siendo ilegal que tengan un ayudante? ¿Por qué deben armar gratis los suplementos de las grandes publicaciones, si la guita de sus anuncios no va para donaciones? ¿Querrán empujarlos a vender chocolates o chucherías, ganando el 80% de las regalías? ¿Y qué cosa incentivará a los distribuidores, si los gigantes se comen la cadena de la comunicación, ampliando sus monopolios con propias empresas de distribución? ¿Cómo harán las nuevas iniciativas villeras, para gritar sin billeteras?
Desde las leyes, todavía parece prohibido que los medios alternativos se vuelvan masivos, pero la lucha de los que resisten expone utopías que existen: las revistas Mu, Barcelona, THC, Todo Piola o Sudestada, sirven de ejemplos e incentivos para comprender la importancia de los medios alternativos, en la ruptura de los paradigmas que dejó la dictadura, sosteniendo los estigmas. No se trata de mesías, sino valientes, para recargar las plumas vacías, o ausentes, en consonancia con la expropiación del monopolio de la opinión, en radio y televisión.
Revistas que vendían 300 mil ejemplares 30 años atrás, ahora venden 13 mil, o poco más. Pero aunque suene mal, han multiplicado su capital, por la “bondad” de la publicidad. Congelando el precio de tapa, congelan también al vendedor, aceitando un motor que no deja escuchar al lector. Así, el canillita resulta exhortado a exponer, en el lugar más copado de su puesto, la revista del menos honesto…
¿No sería justo que los ingresos por pauta, oficiales o comerciales, afectaran en algún punto las relaciones editoriales? ¿Sería incoherente que, desde el mismo Estado que redistribuimos la imagen y el sonido, repensemos el papel, de acuerdo al contenido? ¿No vale como inversión solventar entre todos esa distribución, al menos en las primeras instancias, para esos medios que no buscan sólo ganancias? ¿Por qué hay tantos que elogian el financiamiento genuino de la BBC, con la plata de sus televidentes, pero no quieren poner un mango para nuestros medios independientes?
Desde las villas, estamos gritando que el canillita no es promotora; ni la distribuidora, agroexportadora. Y que las revistas culturales no cobramos por turno, ni cobramos por hora. Porque si las trincheras callejeras de la comunicación se vuelven góndolas de consumo, ya nadie nos salvará del humo. Ni suplementos especiales de putas publicidades, ni compendios comerciales de disfraces fotográficos: ¡Estamos pidiendo una nueva Ley de Medios Gráficos!
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