Por Damián Repetto
Se cuenta que en 1916 Franz Kafka realizó una lectura pública en Berlín
de su cuento En la colonia penitenciaria.
Allí, muchos de los asistentes abandonaron la sala antes de que la lectura
concluyera, horrorizados por la descripción de los suplicios y otros, incluso,
llegaron a vomitar en la sala.
¿Qué narra ese cuento para despertar tal reacción? Es simple: en una
isla anónima, un extranjero nombrado como el “explorador” es invitado por el
nuevo comandante de la Colonia Penitenciaria del lugar para asistir a la última
ejecución que será llevada adelante por un viejo oficial, pues las nuevas
autoridades de la Colonia decretaron el fin de las penas capitales.
La pena se efectiviza por medio de una máquina
cuya descripción no es del todo clara. Básicamente, se trata de un colchón al
que, boca abajo, es atado el condenado; encima hay una placa llena de agujas
que tatúan en el cuerpo la disposición legal quebrantada (en este caso,
la leyenda “Honra a tus superiores” la recibirá un soldado que se durmió
durante una guardia en la residencia de un superior). Durante las 12 horas que
dura el suplicio, será alimentado con un potaje a base de arroz de fácil
digestión para que no vomite ni se cague. Mientras tanto, unos dispositivos con
trapos y algodones retiran la sangre de las heridas. Una vez terminado el
suplicio, el cuerpo sin vida es arrojado a una tumba que, por lo general, el
mismo sujeto cavó.
A partir de la inscripción en el
cuerpo, el hombre confiesa su
crimen y lo actualiza. No importa si lo cometió o no, pues la verdad no está en
los acontecimientos sino en el poder de la institución que la proclama y en el
cuerpo que la verifica. Entre paréntesis: no son escasas las noticias sobre
personas que pasaron años encerrados, cuyas confesiones fueron arrancadas a
fuerza de golpizas y picana limpia, submarinos secos y cualquier otra
tecnología que las fuerzas represivas del Estado tengan a mano (el caso más
reciente en Argentina es el salteño). Según Kafka, para la ley no importa la
verdad, sino encontrar un culpable que satisfaga las ansias de la opinión
pública.
Ahora bien, ¿qué implica
específicamente el suplicio? Según explica Foucault, en su famosísimo Vigilar y castigar, es una producción
diferenciada de sufrimientos, “un ritual organizado para la marcación de las
víctimas y la manifestación del poder que castiga”. Así, el cuerpo expuesto,
exhibido, es el soporte público del procedimiento: sobre el cuerpo marcado el
acto de justicia debe ser legible por todos. La lentitud del castigo
–recordemos: en el cuento dura 12 horas-, los gritos y sufrimientos desempeñan
el papel de prueba definitiva. A través del suplicio y la representación del
dolor, la ley se hace presente, visible, pública.
Pero la violencia no está sólo en
la acción de la máquina sobre el cuerpo, sino también en el discurso: la
precisión orgullosa con que el oficial describe los suplicios contrasta con el
contenido sangriento. La aplicación de la pena llegó a una racionalidad total;
la mutilación del cuerpo y su maltrato
pueden ser descriptos con la misma frialdad mecánica con que se explica el
funcionamiento de la máquina. El sujeto, así, es despojado de toda humanidad: es
cosificado, reducido a un mero cuerpo receptor de un castigo que no alcanza a
comprender. El hombre es nada, un objeto apenas.
Pero hubo un cambio en el
estatuto del dolor.
Hacia el siglo XVIII nace lo que
Foucault llama disciplinas, fórmulas
generales de dominación tendientes a la fabricación de cuerpos dóciles. Un
cuerpo dócil es aquél que puede ser sometido, transformado y perfeccionado. Su
acción no se limita a la institución penal, sino que es absorbida en todos los
órdenes e instituciones de la vida social, en especial, escuelas, hospitales y
fábricas.
Ahora, el sufrimiento físico no
es ya un elemento constitutivo de la pena: no está centrada en el suplicio como
técnica sino que su objeto es la pérdida de un bien o un derecho. Es decir:
desaparece el cuerpo como blanco de la represión penal. O, para decirlo más
correctamente, desaparece de la escena pública ya que los cuerpos de los
condenados no han dejado nunca de ser blanco de golpes y maltratos por parte de
las instituciones penales de todo el mundo.
Este cambio se verifica en el
cuento: cuando el explorador se niega a defender el viejo sistema, el oficial,
representante del antiguo régimen punitivo, libera al soldado y se ata a sí
mismo en la máquina. El proceso se acelera, la máquina se destruye, decretando
la muerte del hombre y el fin de una era.
No obstante, se impone preguntar
si las torturas, maltratos, castigos corporales, apremios ilegales o cualquiera
sea el eufemismo, con que quiera llamárseles, realmente desaparecieron de los
sistemas penales que nos rigen. La respuesta, obvia, también se impone: no. O,
más bien, antes, como hoy, más que lo establecido por la ley, lo que relativiza
todo enunciado es la procedencia del sujeto. Un cuerpo pobre será pasible de
recibir maltratos, seguro más sutiles y menos públicos que los narrados por
Kafka, pero igualmente eficientes.
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