Guillermo Saccomanno – La lengua del malón (fragmento)
En los estantes cargados de libros, biblioratos, carpetas, cuadernos, revistas, fascículos, diarios, folletos, volantes, apuntes, cajas de cartón, papeles y más papeles hay también algunas fotos. Un banquete de egresados del profesorado, un mitin político del primer peronismo, una carpa en un balneario sindical de la costa atlántica, jóvenes junto a una chata en un campo. En casi todas esas fotos el joven Gómez es un muchacho criollo, macizo, una de esas miradas indias que no trasuntan nada de lo que les pasa por dentro. Incluso en las fotos en que el joven Gómez tiene anteojos de sol puede imaginarse que detrás de los cristales oscuros acecha esa mirada.
Todas las fotos son anteriores a 1955.
El profesor, ahora, septuagenario, borra la sonrisa. Y explica: Todo se me murió entonces. Y decidí no atesorar más imágenes. Los indios tienen razón cuando temen que una cámara les robe el alma. Mi alma quedó prisionera en esas fotos. Después del 55, no más alma. Después del 55 lo que quedó de mí fue un reflejo del alma que tuve, un parpadeo leve.
El bombardeo, dice. Hay que haber estado en esa plaza. Si se camina por ahí, todavía pueden verse en las paredes del Ministerio de Economía las marcas de los proyectiles.
Yo tenía veintiséis años, se acuerda.
El profesor intenta una descripción del bombardeo. El rugir de los aviones, los gloster meteor en picada, el silbido de los proyectiles, la explosión de una bomba, los nubarrones oscuros, los gritos, las corridas, el tableteo de las ametralladoras desde la Casa Rosada, las corridas, un auto con el motor incendiado, un colectivo humeando, hombres, mujeres y chicos a la atropellada, chocándose, y a pesar de la marea de sonidos y voces, no obstante, se acuerda el profesor, el silencio. Una explosión me volteó.
Aturdido todavía por la onda expansiva, el profesor se acuerda de haberse arrastrado. Estaba ahí, incorporándome como podía, hipnotizado por la visión de una piernita de nene, sola, desprendida del cuerpo. El profesor miró alrededor buscando.
Antes que el espanto, me sobrevino un instinto práctico. Estuve a punto de agarrar la piernita y ver a quién se le había salido. El profesor parece estar viendo todavía esa media blanca sucia de polvo rojizo, ese zapato, un gomicuer, de esos colegiales, que se usaban antes. El diminutivo, admite, le concede un patetismo a la piernita. Estaba observando la piernita cuando un empujón me volvió a la realidad. Supo después, un instante después, lo que cuenta ahora: cuando pudo pararse entre los nubarrones negros de combustible, entendió que lo había derribado el fragor de una bomba.
Algunos hombres corrían socorriendo a las víctimas, pero la masacre volvía ridículo este esfuerzo. Había hombres y también mujeres que caminaban errantes, desgarrados y maltrechos, sonámbulos envueltos en la humareda.
El profesor se acuerda de un hombre joven, chamuscado, con el traje hecho trizas, los pantalones colgándole destrozados, la cara quemada. El desgraciado se tambaleaba balbuceando. Mamá, mamita, repetía. También yo empecé a deambular trastabillando entre los disparos, las bombas, los escombros, los cadáveres y los heridos. Un grupo de muchachos se había juntado bajo una arcada del Cabildo. La vida por Perón, gritaban.
Los aviones seguían sobrevolando la plaza, arrojando bombas. Desde la Casa Rosada una batería disparaba todavía una ametralladora contra el cielo. Pero el cielo no se veía.
La ciudad se ha ido apagando en las ventanas. La penumbra instalada alrededor del profesor hace más lejano aún el rumor del tráfico subiendo desde la avenida. El silencio se ha vuelto más silencio y en la quietud puede oírse tanto el susurro de la carpeta celeste que acaricia el profesor como el sonido de su garganta en un carraspeo. La respiración del profesor es la respiración de los estantes agobiados por el peso de tanto papel.
El profesor se deja caer en un sillón:
La masacre. Caminaba unos pasos y me tropezaba con cadáveres o mutilados. Pude haberme tirado cuerpo a tierra o correr hacia las recovas, buscar alguna protección. Pero no. Todo transcurría como en un sueño. Una niebla densa y caliente me envolvió. Otra explosión. De nuevo el tableteo de la metralla. De la fachada de un edificio brotaban surtidores de revoque. Entonces pensé en los libros. De qué me servía la literatura. Tenía algo en la mano. Tardé en darme cuenta. Esa piernita de nene.
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