Por María Eugenia Velázquez
Esta semana se discutió y se aprobó la ley de despenalización del aborto en
Uruguay. En nuestro país, hace apenas
unos meses, la Corte Suprema precisó el alcance del artículo 86, inciso 2º, del
Código Penal, y exhortó a los gobiernos provinciales y la Ciudad de Buenos
Aires a implementar los protocolos hospitalarios necesarios para llevar
adelante las interrupciones de embarazos en casos no punibles. Estos son dos
hechos progresistas que dejan planteado el terreno para una discusión de la cual
es preciso recoger el guante.
Cuando se habla
de la despenalización del aborto hay que entender que no se promueve la
interrupción del embarazo, sino que se intenta proteger a las miles de mujeres
que, cotidianamente, mueren debido a abortos clandestinos. Que este tipo de
práctica es generalizada y sistemática no es un secreto para nadie. Como
tampoco lo es el hecho de que la calidad del aborto, y por ende el riesgo de
muerte, depende del poder adquisitivo de la persona que se lo practique.
Hay
que entender que no estamos a favor del aborto, estamos a favor de su
despenalización y legalización. Abortar siempre es una situación limite,
dolorosa y nunca una elección fácil o despreocupada. La interrupción de un
embrazo tiene un costo no sólo físico, sino también psíquico, cuando una mujer
llega a la decisión de practicarse un aborto es porque todas las alternativas
han fracasado.
Las
interrupciones en la gestación mediante procedimientos químicos o quirúrgicos,
se dan en embarazos accidentales o no buscados y por supuesto no queridos, no
deseados. No se pone en duda que haya vida desde el principio de la concepción.
Un espermatozoide está vivo, al igual que un óvulo, pero es claro que ninguno
de lo dos es un humano. Lo que se
argumenta es que en las primeras semanas del embarazo, en esa colección de
células, no hay un sujeto, no hay una persona a ser protegida.
El lema de
aquellos que estamos a favor de la despenalización del aborto es amplio; “Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar,
aborto legal para no morir”.
Todos somos responsables de ofrecer los medios para que una mujer no tenga que
llegar a la decisión de realizarse un aborto. Los padres, los compañeros
sexuales, el sistema educativo, el sistema de salud pública, los legisladores
y, por supuesto, la sociedad en su
conjunto.
Que se hable de
la “sagrada” función de parir de las mujeres, es equiparar lo biológico a lo
social y darle una categoría divina. Las diferencias de género son
culturalmente construidas y homologar la maternidad a la feminidad en base a
argumentos biológicos es casi tan retrógrado, y con el mismo tipo de sostén
científico, que las teorías lombrosianas
que aseveran que las formas fisonómicas determinan una personalidad criminal.
Un embarazo no te hace automáticamente madre, por el simple hecho de que no
existe el instinto maternal. Sin embargo, la creencia en la existencia de este
instinto favorece la emergencia de depresión post parto en puerperas que no
sienten un lazo afectivo inmediato cundo les entregan a sus hijos,
generando culpa y sentimientos de ser “mala madre”, invisibilizando el hecho de
que la relación con un hijo, y con cualquier otro ser, se construye. Los hombres, las mujeres, los
intersex, los trans, no somos todos iguales. No hay que buscar la igualdad
entre los géneros, sino comprender y adecuar las leyes a sus diferencias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario