Supe que nos robaría desde que abrí la puerta y la vi parada en el rellano de las escaleras con la bolsa del mandado doblada debajo del brazo.
-Soy
Camelia, vengo de parte de la señora Guzmán
La
hice pasar, la llevé a la cocina y ahí le di las instrucciones con un tono seco
para desquitarme de antemano de los futuros robos que adiviné en sus ojos. Poco
me faltó para que le dijera: “Ten cuidado, porque si yo o mi marido nos damos
cuenta, no va a haber súplica que valga, ya una vez llamamos a la policía”.
La
dejé en el living y regresé al cuarto, donde Alberto, tendido en la cama,
fumaba un cigarro:
-¿Cómo
es?
-Ratera,
como todas.
Me
quité la bata y Alberto aplastó el cigarro en el cenicero y me quitó el resto.
Metió su pierna entre mis muslos y yo le dije:
-Tiene
cara de mosquita muerta, nos va a robar todo lo que pueda, ahora mismo debe de
estar viendo lo que le gustaría llevarse.
-¡La
perra! -murmuró él.
Me
besó los muslos mientras yo escuchaba los pasos de Camelia por la sala y el
ruido de los objetos que movía de lugar.
-¿No
oyes cómo husmea, cómo busca?
-¡Sí,
la zorra!
Le
dije a Camelia que viniera tres veces por semana.
Cuando
se fue, repasé la casa a fondo para ver si faltaba alguna cosa. Vi que limpiaba
mal, pero no peor que otras.
-¿Qué
nos robó? -preguntó Alberto de vuelta de la oficina.
-La
cabrona es fina, de las que roban una sola vez algo valioso y desaparecen, no
chacharitas. Ahora estudia el terreno.
-¡ La
perra!
Camelia
llegaba entre ocho y ocho y media. Yo le abría en bata, le decía rápidamente lo
que tenía que hacer y luego regresaba a la cama, donde Alberto me esperaba
tenso, fumando. Me quitaba la bata y el camisón.
-Vieras
lo bien que viene vestida.
-¡La
zorra! ¿De dónde sacará la plata?
-No
seas estúpido. De robar.
Me
tiraba sobre la cama y él me besaba los muslos y las caderas zumbando en torno
mío, afiebrándose. Lo dejaba hacer, sin moverme.
-¿No
oyes cómo busca, cómo husmea?
-¡Sí,
la perra!
Al
irse él a la oficina, yo me quedaba en el estudio o salía de compras y, cuando
Camelia se iba, revisaba cuarto por cuarto. Encontraba todo en su sitio; a lo
mucho, algún objeto cambiado de lugar.
-¿Qué
nos robó? -era la primera pregunta de Alberto cuando volvía a casa.
Le
repetía enfadada que teníamos que habérnoslas con alguien astuto, no una
pueblerina.
-Vas a
ver que no es tan fina como dices -dijo él
Una
mañana, y tomó tres billetes de diez mil, los enrolló y los ocultó en un rincón
de la sala.
-¿Qué
haces?
En eso
tocaron a la puerta. Alberto, que estaba en pijama, se fue al cuarto. Le abría
Camelia, nerviosa, luego volví a la recámara, donde Alberto fumaba apurado, sin
gusto.
-¡La
perra! -murmuró.
Nos
quedamos acostados sin movernos, mirando el techo. Alberto fumó dos cigarros,
uno tras otro, luego se levantó y se puso la bata y salió del cuarto. Cuando
regresó, me bastó ver su cara para saber que el dinero seguía en su lugar. Se
acostó dándome la espalda y encendió otro cigarro.
-A lo
mejor todavía no limpia ahí -dije.
Oímos
los escobazos secos sobre la alfombra de la sala. Diez o quince minutos
después, aprovechando que Camelia se había metido en el baño, me puse la bata y
caminé de puntas hasta el living. El dinero había desaparecido. Sentí una
felicidad dura, caliente. Por las dudas, revisé a fondo. No encontré nada.
Regresé al cuarto antes de que Camelia saliera del baño. Me temblaban las
piernas. Algo me vio Alberto en la cara.
-¿Qué
te pasa?
-¡La
zorra! -murmuré, y empecé a desnudarme. Él pendía de mis labios, pero no abrí
la boca.
-¿Me
vas a decir o no? -casi gritó.
Todavía
me di mi tiempo quitándome el brasier frente al espejo, sabiendo cómo lo
enloquecen mis senos.
-Ve a
ver -dije sin mirarlo, desnuda.
Aplastó
el cigarro en el cenicero, se levantó y salió al pasillo sin hacer ruido.
Volvió con el mismo disimulo. Los ojos le hervían.
-¡La
perra, nos robó!
-¿Qué
esperabas?
-Nos
vio la cara.
-Y
ahora debe de estar en el baño ocultándose el dinero en los calzones o en los
zapatos. ¡Riéndose de nosotros!
Se
quitó la bata, se arrodilló y me besó los tobillos, los dedos de los pies, las
corvas, temblando.
-¡La
zorra! -jadeó.
-Este
es sólo el principio. Nos va a dejar sin nada. ¡Nos va a quitar todo lo que
tenemos! iTodo!
Apenas
alcanzó a gemir y me lamió las piernas, derritiéndose. Salió de casa cuando
Camelia subió a la azotea del edificio a colgar la ropa y las sábanas. Era
tardísimo, y yo me quedé en bata.
Entonces,
entrando en la cocina, vi los tres billetes de diez mil sobre la mesa,
cuidadosamente estirados debajo del cenicero de ónice. Los miré fijamente, sin
tocarlos. Camelia los había desplegado como una bandera, como una feliz
evidencia, con la jactancia que le daba el derecho de exigir nuestro
agradecimiento. Tenía la soberbia de los animales humildes y pacientes. Me
senté en la cocina a esperarla y, cuando regresó de la azotea, la recibí con
una mirada de hielo:
-¿Qué
hace ese dinero aquí?
-Lo
encontré en la sala, señora -dijo sin alterarse.
Traía
en la mano la cubeta de plástico, se veía cansada. Era una hormiga implacable.
Odié su voz estridente y pueblerina, sus bondadosos ojos de telenovela.
Salí
de la cocina, dejé los billetes sobre la mesa y fui a darme un regaderazo para
cobrar valor. Se lo dije antes de salir de compras:
-Camelia,
mi esposo y yo vamos a salir de viaje por seis meses. Aquí tienes tu liquidación
-y puse en su mano los tres billetes de diez mil que estaban debajo del
cenicero. Se me quedó viendo sin abrir la boca, con la mano abierta y el dinero
apelotonado.
-Lo
mandaron llamar de Guadalajara esta semana, por eso no te avisé antes.
No
soportaba su estupor y su silencio, sólo quería que se fuera.
-Y
puedes irte de una vez. No hace falta que sigas limpiando, vamos a hacer las
maletas y no tiene caso.
-Sí,
señora.
Fue a
la cocina a coger la bolsa del mandado, la dobló debajo del brazo, le abrí la
puerta, inclinó ligeramente la cabeza y olí su perfume barato. Salí de compras
y no regresé hasta el mediodía. De vuelta a casa, cuando vi el tiradero de los
cuartos y los trastes sucios, me arrepentí de no haber retenido a Camelia hasta
su hora de salida. La maldije por la presteza con que me había obedecido. Traté
de poner un poco de orden, pero no pude. ¡La perra! Alberto, de regreso, me
encontró perdida en aquella revoltura.
-¿Qué
pasó, qué tienes?
-Qué
voy a tener. ¡La perra!
Vi
cómo se alteraba, cómo se le subía la sangre.
-¡Huyó!
¡Echó a volar! Se le hizo fácil con el dinero que le dejaste atrás de las
cortinas. ¡Y nos dejó hundidos en esta porquería!
Miro
hipnotizado el revoltijo de la cocina y de la sala. Cuando habló le temblaba la
voz:
-Se
fue... ¿y nos dejó así... en esta inmundicia?
- Sí.
Dio un
paso hacia la cocina, miró los trastes que se amontonaban en el fregadero, los
restos del desayuno, el piso sucio. Hizo un gesto incrédulo con la mano:
-¿La
perra? -preguntó.
-¡Sí, la perra! -dije.
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