1. Santa Rosa
-Mundo loco
-dijo una vez más la mujer, como remedando, como si lo tradujese.
Yo la oía a
través de la pared. Imaginé su boca en movimiento frente al hálito del hielo y
fermentación de la heladera o la cortina de varillas tostadas que debía estar
rígida entre la tarde y el dormitorio, ensombreciendo el desorden de los
muebles recién llegados. Escuché, distraído, las frases interminables de la
mujer, sin creer en lo que decía.
Cuando su voz,
sus pasos, la bata de entrecasa y los brazos gruesos que yo le suponía pasaban
de la cocina al dormitorio, un hombre repetía monosílabos, asintiendo, sin
abandonarse por entero a la burla. El calor que la mujer iba hendiendo se
reagrupaba entonces, eliminaba las fisuras y se apoyaba con pesadez en todas
las habitaciones, en los huecos de las escaleras, en los rincones del edificio.
La mujer iba y
venía por la única pieza del departamento de al lado, y yo la escuchaba desde
el baño, de pie, la cabeza agachada bajo la lluvia casi silenciosa.
-Aunque se me
destroce a pedacitos el corazón, le juro -dijo la voz de la mujer, cantando un
poco, cortándosele el aliento al final de cada frase, como si un empecinado
obstáculo surgiera cada vez para impedirle confesar algo-. No le voy a ir a
pedir de rodillas. Si él lo quiso, ahora lo tiene. Yo también tengo mi orgullo.
Aunque me duela más que a él mismo.
-Vamos, vamos
-conciliaba el hombre.
Escuché por un
rato el silencio del departamento en cuyo centro repiqueteaban ahora pedazos de
hielo remolineados en los vasos. El hombre debía estar en mangas de camisa,
corpulento y jetudo; ella muequeaba nerviosa, desconsolándose por el sudor que
le corría en el labio y en el pecho. Y yo, al otro lado de la delgada pared,
estaba desnudo, de pie, cubierto de gotas de agua, sintiéndolas evaporarse, sin
resolverme a agarrar la toalla, mirando, más allá de la puerta, la habitación
sombría donde el calor acumulado rodeaba la sábana limpia de la cama. Pensé,
deliberadamente ahora, en Gertrudis; querida Gertrudis de largas piernas;
Gertrudis con una cicatriz vieja y blancuzca en el vientre; Gertrudis callada y
parpadeante, tragándose a veces el rencor como saliva; Gertrudis con una roseta
de oro en el pecho de los vestidos de fiesta; Gertrudis, sabida de memoria.
Cuando volvió
la voz de la mujer pensé en la tarea de mirar sin disgusto la nueva cicatriz
que iba a tener Gertrudis en el pecho, redonda y complicada, con nervaduras de
rojo o un rosa que el tiempo transformaría acaso en una confusión pálida, del
color de la otra, delgada y sin relieve, ágil como una firma, que Gertrudis
tenía en el vientre y que yo había reconocido tantas veces con la punta de la
lengua. (...)
Me sacudí el
agua como un perro, y miré hacia la penumbra de la habitación, donde el calor
encerrado estaría latiendo. No me sería posible escribir el argumento para cine
de que me había hablado Stein mientras no lograra olvidar aquel pecho cortado,
sin forma ahora, aplastándose sobre la mesa de operaciones como una medusa,
ofreciéndose como una copa. (...)
… Ablación de
mama. Una cicatriz puede ser imaginada como un corte irregular practicado en
una copa de goma, de paredes gruesas, que contenga una materia inmóvil,
sonrosada, con burbujas en la superficie, y que dé la impresión de ser líquida
si hacemos oscilar la lámpara que la ilumina. También puede pensarse cómo será
quince días, un mes después de la intervención, con una sombra de la piel que
se le estira encima, traslúcida, tan delgada que nadie se atrevería a detener
mucho tiempo sus ojos en ella. (…) Habría llegado entonces el momento de mi
mano derecha, la hora de la farsa de apretar en el aire, exactamente, una forma
y una resistencia que no estaban y que no habían sido olvidadas aún por mis
dedos. “Mi palma tendrá miedo de ahuecarse exageradamente, mis yemas tendrán
que rozar la superficie áspera o resbaladiza, desconocida y sin promesa de
intimidad de la cicatriz.”
2. Díaz Grey, la ciudad y el río
Antes de la
medianoche ella había vomitado, había llorado apretando contra su boca el
pañuelo empapado en agua de colonia mientras yo le golpeaba suavemente un
hombro, sin hablarle, porque ya había repetido, exactamente tantas veces como
me era posible en el curso de un día: “No importa. No llores.” Mientras jugaba
con la ampolla creía seguir oyendo, como manchas de ruidos antiguos que
hubieran quedado en los rincones del cuarto, los sonidos resueltos, casi desesperados,
con sus perceptibles matices de vergüenza y odio, que ella había hecho con la
cabeza resignada sobre la palangana. Había sentido crecer contra mi mano la
humedad de su frente, mientras pensaba en el argumento para cine de que me
había hablado Julio Stein, evocaba a Julio sonriéndome y golpeándome un brazo,
asegurándome que muy pronto me alejaría de la pobreza como de una amante
envejecida, convenciéndome de que yo deseaba hacerlo. “No llores -pensaba-, no
estés triste. Para mí es todo lo mismo, nada cambió. No estoy seguro todavía,
pero creo que lo tengo, una idea apenas, pero a Julio le va a gustar. Hay un
viejo, un médico, que vende morfina. Todo tiene que partir de ahí, de él. Tal
vez no sea viejo, pero está cansado, seco. Cuando estés mejor me pondré a
escribir. Una semana o dos, no más. No llores, no estés triste. Veo una mujer
que aparece de golpe en el consultorio del médico. El médico vive en Santa
María, junto al río. Sólo una vez estuve allí, un día apenas, en verano; pero
recuerdo el aire, los árboles frente al hotel, la placidez con que llegaba la
balsa por el río. Sé que hay junto a la ciudad una colonia suiza. El médico
vive allí, y de golpe entra una mujer en el consultorio. Como entraste tú y
fuiste detrás del biombo para quitarte la blusa y mostrar la cruz de oro que
oscilaba colgando de la cadena, la mancha azul, el bulto en el pecho. Trece mil
pesos, por lo menos, por el primer argumento. Dejo la agencia, nos vamos a
vivir afuera, donde quieras, tal vez se pueda tener un hijo. No llores, no
estés triste.”
Me recordé
hablando; vi mi estupidez, mi impotencia, mi mentira ocupar el lugar de mi
cuerpo, y tomar su forma. “No llores, no estés triste”, repetí mientras ella se
aquietaba en la almohada, sollozaba apenas, temblaba.
Ahora mi mano
volcaba y volvía a volcar la ampolla de morfina, junto al cuerpo y la
respiración de Gertrudis dormida, sabiendo que una cosa había terminado y otra
cosa comenzaba, inevitable: sabiendo que era necesario que yo no pensara en
ninguna de las dos y que ambas eran una sola cosa, como el fin de la vida y la
pudrición. La ampolla se movía entre mi índice y mi pulgar y yo imaginaba para
el líquido una cualidad perversa, insinuada en su color, en su capacidad de
movimiento, en su facilidad para inmovilizar apenas se sosegaba mi mano, y
refulgir sereno en la luz, fingiendo no haber sido agitada nunca.
Estaba un poco
enloquecido, jugando con la ampolla, sintiendo mi necesidad creciente de
imaginar y acercarme a un borroso médico de cuarenta años, habitante lacónico y
desesperanzado de una pequeña ciudad colocada entre un río y una colonia de
labradores suizos, Santa María, porque yo había sido feliz allí, años antes,
durante veinticuatro horas y sin motivo. Este médico debía poseer un pasado tal
vez decisivo y explicatorio, que a mí no me interesaba; la resolución fanática,
no basada en moral ni dogma, de cortarse una mano antes de provocar un aborto;
debía usar anteojos gruesos, tener un cuerpo pequeño como el mío, el pelo
escaso y de un rubio que confundía las canas; este médico debía moverse en un
consultorio donde las vitrinas, los instrumentos y los frascos opacos ocupaban
un lugar subalterno. (…)
No tenía nada
más que el médico, al que llamé Díaz Grey, y la idea de la mujer que entraba
una mañana, cerca del mediodía, en el consultorio y se deslizaba detrás del
biombo para desnudarse el torso, sonriendo, mientras se examinaba maquinalmente
la dentadura en el inmaculado espejo del rincón. Por alguna causa que yo
ignoraba aún, el médico no estaba en aquel momento con el guardapolvo puesto
(…)
-Un argumento,
vamos -había dicho Julio Stein-; algo que se pueda usar, que interese a los
idiotas y a los inteligentes, pero no a los demasiado inteligentes. Debés
saberlo mejor que yo, como buen porteño. -Julio había escupido en su pañuelo
sin hacer ostentación. Y como el médico triste y mable que miró a Gertrudis,
con sus repentinas, destiladas sonrisas que morían rápidamente, como
vibraciones en el agua, entre la blandura colgante de la cara, Díaz Grey
debería tener los ojos cansados, con una pequeña llama inmóvil, fría, que
remontaba la desaparición de la fe en la sorpresa. Y tal como yo estaba mirando
la noche de lento viento fresco, podía estar él apoyado en una ventana de su
consultorio, frente a la plaza y las luces del muelle. Atontado y sin
comprender, así como yo escuchaba el ruido de la ropa sacudida en la azotea de
enfrente, el ritmo irregular de los ronquidos de Gertrudis y el pequeño
silencio alrededor de la cabeza de la mujer en el departamento vecino. (…)
“Ahora la ciudad
es mía, junto con el río y la balsa que atraca en la siesta. Ahí está el médico
con la frente apoyada en una ventana; flaco, el pelo rubio escaso, las curvas
de la boca trabajadas por el tiempo y el hastío; mira un mediodía que nunca
podrá tener fecha, sin sospechar que en un momento cualquiera yo pondré contra
la borda de la balsa a una mujer que lleva ya, inquieta entre la piel y la tela
de su vestido, una cadenilla que sostiene un medallón de oro, un tipo de alhaja
que ya nadie fabrica ni compra. El medallón tiene diminutas uñas en forma de
hoja que sujetan el vidrio sobre la fotografía de un hombre joven, con la boca
gruesa y cerrada, con ojos claros que se prolongan brillando hacia las sienes.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario