
Aquel verano Wes le alquiló una casa amueblada al norte de Eureka a un alcohólico recuperado llamado Chef. Luego me llamó para pedirme que olvidara lo que estuviese haciendo y que me fuese allí a vivir con él. Me dijo que no bebía. Yo ya sabía qué era eso de no beber. Pero él no aceptaba negativas. Volvió a llamar y dijo: Edna, desde la ventana delantera se ve el mar. En el aire se huele la sal. Me fijé en cómo hablaba. No arrastraba las palabras. Le dije que lo pensaría. Y lo hice. Una semana después volvió a llamar preguntándome si iba. Contesté que lo seguía pensando. Empezaremos de nuevo, dijo él. Si voy para allá, quiero que hagas por mí, le dije. Lo que sea, contestó Wes. Quiero que intentes ser el Wes que conocí antes. El Wes de siempre. El Wes con quien me casé. Wes empezó a llorar, pero lo interpreté como una señal de sus buenas intenciones. Así que le dije, de acuerdo, iré.
Había dejado a su amiga, o ella
lo había abandonado a él, ni lo sé ni me importa. Cuando me decidí a irme con Wes,
tuve que decirle adiós a mi amigo. Mi amigo me dijo que estaba cometiendo un
error. No me hagas esto a mí. ¿Qué pasará con nosotros? Tengo que hacerlo por
el bien de Wes, le dije. Está intentando dejar de beber. Ya recordarás lo que
es eso. Lo recuerdo, pero no quiero que vayas, contestó mi amigo. Iré a pasar
el verano. Luego, ya veré. Volveré, le dije. ¿Y qué pasa conmigo?, preguntó él.
¿Qué hay de mi bien? No vuelvas más.
Aquel verano bebimos café,
gaseosa y toda clase de zumos de fruta. Eso es lo que bebimos durante todo el
verano. Me encontré deseando que el verano no terminase nunca. Debí
figurármelo, pero al cabo de un mes de estar con Wes en casa de Chef, volví a
ponerme el anillo de boda. Hacía dos años que no lo llevaba. Desde la noche en que
Wes estaba borracho y tiró el suyo a un huerto de melocotones.
Wes tenía algo de dinero, así que
yo no tenía que trabajar. Y resultó que Chef nos dejaba la casa por casi nada.
No teníamos teléfono. Pagábamos el gas y la luz y comprábamos de oferta en el supermercado.
Un domingo por la tarde salió Wes a comprar una regadera y volvió con algo para
mí. Me trajo un precioso ramo de margaritas y un sombrero de paja. Los martes
por la tarde íbamos al cine. Otras noches iba Wes a lo que denominaba sus
reuniones secas. Chef lo recogía a la puerta en su coche y después lo traía a
casa. Algunos días Wes y yo íbamos a pescar truchas en una de las lagunas que
había cerca. Pescábamos desde la orilla, y tardábamos todo el día en atrapar
unas pocas. Nos vendrán muy bien, decía yo, y por la noche las freía para
cenar. A veces me quitaba mi sombrero y me quedaba dormida sobre la manta,
junto a la caña de pescar. Lo último que recordaba eran las nubes que pasaban
por encima hacia el valle central. Por la noche Wes solía tomarme en sus brazos
y preguntarme si seguía siendo su chica.
Nuestros hijos mantenían sus
distancias. Cherly vivía con otra gente en una granja en Oregón. Cuidaba de un
rebaño de cabras y vendía la leche. Tenía abejas y vendía tarros de miel. Tenía
su propia vida, y yo no la culpaba. No le importaba lo más mínimo lo que su
padre y yo hiciéramos con tal de que no la metiéramos en ello. Bobby estaba en
Washington, trabajando en la siega del heno. Cuando se acabara la temporada,
pensaba trabajar en la recolección de la manzana. Tenía novia y estaba
ahorrando dinero. Yo escribía cartas y las firmaba: “Te quiere siempre.”
Una tarde estaba Wes en el jardín
arrancando hierbas cuando Chef paró el coche delante de la casa. Yo estaba
fregando en la pileta. Miré y vi cómo se detenía el enorme coche de Chef. Yo
veía el coche, la carretera de acceso y la autopista, y más allá, las dunas y
el mar. Había nubes sobre el agua. Chef bajó del coche y se alzó los pantalones
de un tirón. Comprendí que pasaba algo. Wes dejó lo que estaba haciendo y se
incorporó. Llevaba guantes y un sombrero de lona. Se quitó el sombrero y se
secó el sudor con el dorso de la mano. Chef se acercó a Wes y le puso un brazo
en los hombros. Wes se quitó un guante. Salí a la puerta. Oí a Chef decir a Wes
que sólo Dios sabía cómo lo sentía, pero que tenía que pedirnos que nos
marcháramos a fin de mes. Wes se quitó el otro guante. ¿Y por qué, Chef? Chef
dijo que su hija, Linda, la mujer que Wes solía llamar Linda la Gorda desde la época en que
bebía, necesitaba un sitio para vivir, y el sitio era aquella casa. Chef le
contó a Wes que el marido de Linda había salido a pescar con la barca hacía
unas semanas y nadie había vuelto a saber de él desde entonces. Había perdido a
su marido. Había perdido al padre de su hijo. Yo la puedo ayudar, me alegro de
estar en disposición de hacerlo, dijo Chef. Lo siento, Wes, pero tendrás que
buscar otra casa. Luego Chef volvió a abrazar a Wes, se tiró de los pantalones,
subió a su enorme coche y se marchó.
Wes entró en casa. Dejó caer en
la alfombra el sombrero y los guantes y se sentó en la butaca grande. La butaca
de Chef, pensé. La alfombra de Chef, también. Wes estaba pálido. Serví dos
tazas de café y le di una.
Está bien, dije. No te preocupes,
Wes.
Me senté con el café en el sofá
de Chef.
Linda la Gorda va a vivir aquí en
lugar de nosotros, dijo Wes. Sostenía la taza, pero no bebía.
No te excites, Wes, le dije.
Su marido aparecerá en Ketchikan,
dijo Wes. El marido de Linda la
Gorda se ha largado, sencillamente. ¿Y quién podría
reprochárselo?
Dijo Wes que, llegado el caso, él
también se hundiría con su barca antes que pasar el resto de su vida con Linda la Gorda y su hijo. Entonces
Wes dejó la taza en el suelo, junto a los guantes. Hasta ahora éste ha sido un
hogar feliz, dijo.
Tendremos otra casa, le sugerí.
Como ésta, no, afirmó Wes. De
todos modos, no sería lo mismo. Esta ha sido una buena casa para nosotros. Esta
casa alberga muchos recuerdos. Ahora Linda la Gorda y su hijo estarán aquí, dijo Wes. Cogió la
taza y dio un sorbo.
La casa es de Chef, le recordé.
El hace lo que tiene que hacer.
Lo sé, repuso Wes. Pero no tiene
por qué gustarme.
Wes tenía una curiosa expresión.
Yo ya conocía aquella expresión. No dejaba de pasarse la lengua por los labios.
Se manoseaba la camisa por debajo del cinturón. Se levantó de la butaca y fue a
la ventana. Permaneció en pie mirando al mar y a las nubes, que se iban
extendiendo. Se daba palmaditas en la barbilla con los dedos, como si estuviera
pensando algo. Y estaba pensando.
Tranquilo, Wes, le dije.
Ella quiere que esté tranquilo,
repuso Wes. Siguió allí de pie.
Pero al cabo de un momento se
acercó y se sentó junto a mí en el sofá. Cruzó las piernas y empezó a jugar con
los botones de la camisa. Le cogí la mano. Empecé a hablar. Del verano. Pero lo
hice como si fuese algo del pasado. Quizá de años atrás. En cualquier caso,
como algo que hubiese terminado. Luego empecé a hablar de los chicos. Wes dijo
que deseaba hacerlo todo de nuevo y bien, esta vez.
Te quieren, le dije.
No, no me quieren, repuso.
Algún día entenderán las cosas,
le animé.
Quizá, dijo Wes. Pero entonces no
importará.
No lo sabes.
Sé unas cuantas cosas, aseguró
Wes, mirándome. Sé que me alegro de que hayas venido aquí. No lo olvidaré.
Yo también me alegro. Estoy
contenta de que encontraras esta casa.
Wes soltó un bufido. Luego se
rió. Los dos reímos. Ese Chef, dijo Wes, meneando la cabeza. Nos la ha hecho
buena, el hijo de puta. Pero me alegro de que lleves el anillo. Me alegro de
que hayamos pasado juntos este tiempo.
Entonces dije una cosa. Figúrate,
sólo imagínate que nunca ha pasado nada. Suponte que ésta ha sido la primera
vez. Supóntelo. Suponer no hace daño. Digamos que lo otro no ha sucedido jamás.
¿Sabes lo que quiero decir? ¿Entonces, qué?
Wes me miró con fijeza. Entonces
calculo que tendríamos que ser otras personas, si se diera el caso, dijo Wes.
Distintas. Ya no puedo hacer esa clase de suposiciones. Nacimos para ser lo que
somos. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Le contesté que no había dejado
algo bueno ni recorrido casi mil kilómetros para oírle hablar así.
Lo siento, pero no pueblo hablar
como alguien que no soy, dijo Wes. Yo no soy otro. Si lo fuese, con toda
seguridad no estaría aquí. Si fuera otro, no sería yo. Pero soy como soy. ¿No
lo entiendes?
Está bien, Wes, le dije. Me llevé
su mano a la mejilla. Entonces, no sé, recordé cómo era cuando tenía diecinueve
años, su aspecto cuando corría por el campo adonde estaba su padre, sentado en
el tractor, con la mano sobre los ojos, viendo correr a Wes hacia él. Nosotros
acabábamos de llegar de California. Me bajé con Cheryl y Bobby y dije: ése es
el abuelo. Pero no eran más que niños.
Wes seguía sentado junto a mí,
dándose golpecitos en la barbilla, como si intentara decidir lo que haría a
continuación. El padre de Wes había muerto y nuestros hijos habían crecido.
Miré a Wes y luego el cuarto de Chef y las cosas de Chef. Tenemos que hacer
algo, y rápido, pensé.
Cariño, dije. Wes, escúchame.
¿Qué quieres?, me dijo. Pero eso
fue todo. Parecía haber llegado a una conclusión. Pero, una vez decidido, no
tenía prisa. Se recostó en el sofá, cruzó las manos sobre el regazo y cerró los
ojos. No dijo nada más. No tenía por qué hacerlo.
Pronuncié su nombre para mis
adentros. Era fácil de decir, y estaba acostumbrada a repetirlo desde hacía
mucho tiempo. Luego volví a decirlo. Esta vez en voz alta. Wes, dije.
Abrió los ojos. Pero no me miró.
Simplemente se quedó sentado donde estaba y miró a la ventana. Linda la Gorda , dijo. Pero yo sabía
que no se trataba de ella. No era nada. Sólo un nombre. Wes se levantó, echó
las cortinas y el mar desapareció como por ensalmo. Fui a preparar la cena. Aún
teníamos un poco de pescado en la nevera. No quedaba mucho más. Esta noche
haremos limpieza, pensé, y eso será el fin de todo.
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