Fernando del Paso - Palinuro de México (fragmento 3)
Y en muchas ocasiones para que nuestro hijo
supiera de dónde había salido, introduje en la vagina de Estefanía mi propio
miembro paterno, disfrazado unas veces de payaso, otras de pirata tuerto y otra
más de guiñol villano que amenazaba con ponerlo de patitas en el mundo si no
pagaba la renta.
Entones estaba yo muy lejos de sospechar que lo último que habría de
introducir en la vagina de Estefanía eran los instrumentos con los que iba a
hacer pedazos el cuerpo de nuestro hijo.
Esto
sucedió en el octavo mes, en el mes del embarazo que preside Saturno, devorador
de sus propios hijos.
Nunca
olvidaré ese día. Yo había pintado en el vientre desnudo de mi prima un
hemisferio con el mapa de América, y tratábamos de adivinar qué regiones y
países correspondían, en ese momento, a las diversas partes de su cuerpo.
Llegamos a la conclusión bastante elemental de que su boca debía estar en la
Tierra del Fuego, y sus pies en Groenlandia.
“¿Y su
corazón?”, me preguntó Estefanía.
“Yo
creo que debe estar por aquí, en la Isla de las Tortugas”, le dije, y como ella
no estaba de acuerdo, fui por mi estetoscopio para escuchar su corazón como lo
hacía todas las mañanas y ese día, nunca lo olvidaré, no escuché nada.
“Qué
extraño –le dije a Estefanía-, todo está en silencio”.
“¿No
oyes sus risas?”, me preguntó.
“No.”
“¿Sus
suspiros?”
“Tampoco.”
“Quizás está llorando.”
“No.”
“Quizás está dormido y sueña que ya nació.”
“Tampoco. Y además los fetos no ríen, ni respiran, ni lloran.”
“Estás
equivocado –me dijo-, yo lo he oído cantar… Dime: ¿Tú crees que está muerto?”
“Sí
–le dije-. Está muerto.”
Y
pensé que nuestro pobre hijo había sido una de las excepciones de la
estadística perfecta del tío Esteban: un niño que por no haber vivido jamás murió,
y que sin embargo, por haber muerto, jamás vivió.
Nos
quedamos callados. No sé por qué, en ese momento, me acordé de la vez que se
murió nuestro espejo: quizás porque también nuestro hijo se iba a llevar, para
siempre, algo de cada uno de nosotros. Bajé al jardín y regresé con un ramo de
narcisos. Nos quedamos así, por varias horas. Yo, arrodillado y con la cabeza
apoyada en los muslos de Estefanía y ella acostada en la cama, bocarriba, con
los ojos abiertos y el vientre cubierto de flores.
Estefanía
y yo sabíamos muy bien lo que se tiene que hacer cuando la criatura muere en el
vientre de la madre y la matriz se niega a expulsarla a pesar de los
estimulantes, así que volví al baúl y debajo de los libros encontré los
instrumentos que necesitaba. Estefanía se negó a que usara yo un embriulco
provisto de garfios, porque le aterrorizó la idea de que desgarrara yo el
cuerpo de nuestro hijo. No quiso tampoco que empleara el cefalotribo para
triturar su cráneo. Al fin nos decidimos por el embriotomo de
Ribemond-Dessaignes con el cual efectué, sin muchos trabajos, la separación de
la cabeza. Y fue así como vino al mundo nuestro primer hijo, que nació como
mueren los reyes y los santos: decapitado. Fue así, también, cuando comencé a
cortar con las tijeras de Dubois el resto del cuerpo, para extraerlo, como
Estefanía tuvo en su vientre muchas criaturas monstruosas: a la primera la
faltaba la cabeza; a la segunda, le faltaba la cabeza y un brazo; otra más no
era sino un tronco con dos piernas; y por último, tubo un hijo más sin cabeza,
sin brazos, sin piernas y sin tronco.
Solo
hasta que hube extraído todo el feto fue que Estefanía, un poco atontada aún
por la anestesia que adormiló a las flores de la almohada, se atrevió a hacerme
la pregunta que había tenido a flor de labios.
“Creo
que mejor así –le dije-. De otra manera hubiera sufrido mucho. ¿Quieres verlo?”
“Solo
quiero que contestes a mi pregunta… dime: ¿iba a ser un monstruo?”
Yo
recliné la cabeza y la puse en el lugar del pecho de nuestro hijo donde se
hubiera escuchado el corazón, si hubiera vivido, y le dije a Estefanía.
“Nuestro hijo tenía, en el pecho, un músculo hueco, cubierto de masas
adiposas y lleno de sangre.”
“Qué
horror –suspiró Estefanía-, fue mejor que no viviera.”
Besé
las orejas de nuestro hijo, y cogí sus manos con las mías.
“Además, a los lados de la cara tenía dos repliegues cartilaginosos, y
en los dedos unos apéndices formados por escamas duras y secas.”
“Inocente criatura.”
“Y no
sabes –le dije, pensando en los pulmones de nuestro hijo, en sus ojos y en
tantas cosas-. He explorado su cuerpo, y no te imaginas lo que me encontré. Sus
pulmones nunca cambiaron de color porque jamás se llenaron de aire y sus ojos
nunca se iluminaron con las luces de Bengala porque jamás se abrieron. Su
cerebro era un mundo inasible donde no había un solo buen pensamiento, ni un
ejército, ni un barril de aceite donde ahogar el sol. Con esto quiero decirte
que era un niño sin recuerdos y sin lealtades, sin lágrimas. Jamás he visto un
árbol bronquial tan lleno de pájaros desnudos que murieron de frío antes de
aprender a cantar. Era, además, un niño sin olvidos y sin esperanzas, con
glándulas que se prendieron como rémoras a sus vísceras meno nobles; con
órganos como esponjas rojas que escondían su vergüenza en bahías rancias; con
cartílagos sin creencias calcáreas. Era un niño sin reflejos, sin orina, sin
amigos. En sus entrañas solo encontré nebulosas que obedecieron a una ecuación
viscosa; espumarajos que bañaban el páncreas y las redomas de las islas; flemas
albeantes que nunca conocieron el sigilo, reverberos y huecos crudos. Era un
niño sin heroísmos y sin sentimientos que no merecía vivir. Y por si fuera
poco, por si no fuera suficiente todo ese remolino de cordeles de vinagre que
nunca fueron purificados por la linfa, y todo ese simulacro de frutas, cámaras
oscuras, artificios y médulas, y si te parece poco que además fuera un niño sin
ilusiones y sin rama de olivo que jamás derribó a un duende en la vida, que
nunca conoció las frondosidades del orbe, el aire liberado por los cerezos, las
zapatillas de los reyes magos; que jamás se atrevió a luchar con el ángel, como
Jacob, para ir después de colegio en colegio a presumir las alas de sus puños.
Si te parece poco todo esto –le dije-, tienes que saber, además, que nunca he
visto a un niño con tantas aberraciones que recordaran su humilde origen
animal. Jamás he visto unos riñones tan parecidos a los riñones de un cerdo,
una vejiga tan semejante a la de un conejo, un corazón que se diferencie tan
poco del corazón de un cordero y unas manos que recuerden tanto las manos de un
macaco. Y si te fijas bien, verás que sus ojos iban a ser verdes como los ojos
de un tigre y tenían reflejos de cóndor; y su sangre era oscura, como la de una
paloma y su piel suave, como la de un antílope. Y si te fijas mejor todavía,
descubrirás en su cuerpo tejidos reticulares que eran finos y transparentes
como las alas de las libélulas, arterias que eran como las procesiones de
serpientes azules que lamían las heridas de los antiguos griegos y ganglios
redondos y blancos como ojos de pescado que te ven desde todas partes…”
“Entonces, iba a ser un niño normal, ¿verdad?”, dijo Estefanía.
“Sí
–le contesté-. Iba a ser un niño normal.”
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