
La
cancel da directamente al menguado patio de baldosas. Yo abro la cancel y
encuentro el ruido.
Lo
busco con la mirada, como si fuera posible determinar su forma y el alcance de
su vitalidad. Viene de más lejos de los dormitorios, de un terreno desocupado
que no he visto nunca, los fondos de una casa espaciosa que emerge en otra
calle.
Desde
el umbral de la cocina, mi madre me
previene:
-Ha
sido así toda la mañana.
-¿Y
qué es? quiero establecer, desconcertado.
-Han
traído un ómnibus, han encendido el motor y lo han dejado, que siga...
Como
yo nada hago por terminar de entrar, ella me advierte:
-Ha venido
tu tío. Comerá con nosotros. Está leyendo las noticias.
El sol
se prodiga sobre la mesa del comedor de diario. Nombrar su bondad forma parte
del rito del almuerzo y resulta necesario como pronunciar la gratitud.
Pero
no conseguimos proceder igual que siempre. El ruido, continuo, nos compulsa a
tenerlo más presente que ninguna otra cosa.
-¿Cómo
sabe que es un ómnibus?
-Le
pedí a tú tío que se acercara y viera.
El
hermano sólo gasta un movimiento de cabeza para avalar su informe.
La
explicación del trámite está implícita: desde que eso comenzó, ella se siente
aturdida y molesta y se ha inquietado, a cuenta, por el hijo.
Mi tío
opina:
-No
puede durar. Un ómnibus viene y se va.
El
ruido, presionándome la cabeza, me empuja a cuestionar:
-“Viene
y se va”, eso es una frase. Viene y se va cuando anda por la calle. ¿No se da
cuenta que este ómnibus es diferente, que está injertado en nuestra casa? ¿No
lo oye, acaso? ¡Claro, no tendrá que soportarlo, usted no vive aquí!...
La
cuchara, suspendida en el aire, desbordando la sopa -esa única respuesta de la
sorpresa de mi tío- achica mi vehemencia y me hace callar, mortificado.
En el
silencio de los tres, ordeno las razones con que él podría moderarme: Yo
descargo sobre él mi agresividad y mi cólera y al hacerlo me equivoco de sujeto
y me pongo injusto con torpeza; no acato la posibilidad de que el ruido de
repente se apague y no regrese, me encarnizo en la suposición de que el
problema se ha posesionado del futuro y ya nunca nos dará un respiro; descuido
atender que lo normal de un ómnibus es circular por ahí o por allá, siempre
afuera, y que un motor en marcha, si el coche no anda, es antieconómico y está
sometido, nada más, a una prueba transitoria.
Digo,
corrigiendo el atropello que también rozó a mi madre:
-Bueno,
ya pasará; de lo contrario, tendremos un remedio legal para que pase.
No
obstante, sobre esas mismas palabras me arrepiento, porque es como admitir el
compromiso de entablar una oscura batalla para la cual no me hallo bien
dispuesto: denuncias, no sé a quién; comprobación, pruebas, alegatos; la
sanción para los otros; para mí, la hostilidad de los culpables, aún
innominados.
Para
mí, el ruido se interrumpe con la segunda porción de la jornada que debo dar a
la oficina.
De
vuelta, la vereda de mi casa marca el límite del recelo: Más allá pueden
encontrarse planteadas las condiciones definitivas para una lucha.
Adentro
sólo están mi madre y los benignos ruidos domésticos.
Ni
pregunto cuánto más duró aquello. Mi madre no me infiere ningún recuerdo
verbal; pero su rostro y sus ojos están fatigados y su administración de la
cena denuncia la prisa por llegar al lecho.
De
madrugada -el día no es más que una lechecita aguda en al ventana- algo como el
corazón se alborota en mi interior, mientras mi entendimiento, puesto en pie de
alerta, discierne un ruido pegado al muro trasero de mi pieza.
La
impresión de motor dura solamente unos minutos. Después van distinguiéndose,
una a una, las operaciones de poner el pesado coche en movimiento, retroceder,
avanzar de nuevo, volver atrás y por fin enfilar a la salida. En la distancia
se borra sin esfuerzo, incorporado a la difusa acústica con que nace el día en
las ciudades.
Me
alivio. “Un ómnibus viene y se va.”
Me
pregunto si también habrá sacudido a mi madre y sé que sí, porque ella llega
-demasiado temprano para el disimulo- con una sonrisa de buenos días y el
desayuno esmerado que se prepara al hijo solitario.
No
llamaré rutina a esto de ahora: la rutina habitúa y adormece los sentidos. Y
este ómnibus, cada mañana y cada noche, puntea de sobresaltos nuestra vida.
Al
motor y a las maniobras se enciman las voces de los hombres. A veces traen esas
palabras que humillan si advertimos que las oye la mujer que respetamos.
Aunque
mi madre y yo nada decimos, esas bruscas penetraciones nos amargan.
No he
querido arriesgar la integración de la cifra virtuosa: siete días han pasado
sin ómnibus ni motor de ómnibus y puedo emprender la aventura de decirlo.
Estoy
disciplinado por Besarión, sí. Lo he escuchado y él dice:
-Las
cosas temidas, si se apartan de nosotros, al ser nombradas regresan, porque
confunden la mención con el llamado.
Eso es
hacer del temor, temor supersticioso; sin embargo, lo he acatado, porque no
puedo exponerme por descuido y será sólo esta vez. En adelante no tendré
necesidad de la recelosa regla.
-Ya no
molestan mamá.
Lo he
dicho con cautela y sin indicar qué o quiénes. Ella sabe.
-Tal
vez.
-¿Usted
los oye, cuando yo no estoy?
-No,
no los oigo.
Responde,
no más, y nada viene de su iniciativa. No se regocija conmigo por el sosiego
recobrado, como si ella no fuera de mi bando. Lo cual me resulta extraño.
El
sonido del timbre acude como si mi madre lo hubiera reclamado, a fin de que
otras cosas me reclamen.
Construyen
un galpón.
Mi
madre supo el pormenor. Ella habla con los vecinos y frecuenta la despensa. No
me ha traicionado: callándose me ha protegido durante estos días, hasta donde
fue posible. Que no lo supiera aún, que el hijo no se enterara.
Pero
hoy llegaron y ahí están, invisibles y sonoros, descargando sus hierros y
chapas de cinc.
Mientras
golpean, clavan y remachan, mientras eso crece, medito la manera de impedirlo.
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