sábado, 20 de octubre de 2012

Los sábados, literatura


Andrés Rivera - La revolución es un sueño eterno (fragmento)

I
Escribo: un tumor me pudre la lengua. Y el tumor que la pudre me asesina con la perversa lentitud de un verdugo de pesadilla.
¿Yo escribí eso, aquí, en Buenos Aires, mientras oía llegar la lluvia, el invierno, la noche? Escribí: mi lengua se pudre. ¿Yo escribí eso, hoy, un día de junio, mientras oía llegar la lluvia, el invierno, la noche?
Y ahora escribo: me llamaron –¿importa cuándo?– el orador de la Revolución. Escribo: una risa larga y trastornada se enrosca en el vientre de quien fue llamado el orador de la Revolución. Escribo: mi boca no ríe. La podredumbre prohíbe, a mi boca, la risa.
Yo, Juan José Castelli, que escribí que un tumor me pudre la lengua, ¿sé, todavía, que una risa larga y trastornada cruje en mi vientre, que hoy es la noche de un día de junio, y que llueve, y que el invierno llega a las puertas de una ciudad que exterminó la utopía pero no su memoria?


II
Si entabló comunicación o trato carnal con mujeres. Si se entregó al vicio de bebidas fuertes o al juego, de modo que escandalizase a los pueblos.
Soy un hombre casto y pudoroso, señores jueces, hasta donde lo permite nuestra santa religión católica. Y al describirme como hombre casto y pudoroso, sin ánimo de menoscabar a ninguno de los aquí presentes, y aun a los ausentes sin excusa, acepto, con humildad, pero sin mengua de mi castidad y pudor, el castigo que Dios –por uno de esos mandatos que los mortales jamás descifrarán– infligió a Adán y a sus lascivos y obscenos y abominables descendientes.
No escapa al juicio de los aquí presentes o de los ausentes sin excusa, que la irreprochable pertinencia de la pregunta se vincula con el destino de las Provincias Unidas, como el cordón umbilical con el feto que crece en el vientre de la madre. Y si alguien de los aquí presentes o de los ausentes sin excusa supone lo contrario, recuerde que se me llamó, no importa cuándo, el orador de la Revolución. Y si fui llamado, no importa cuándo, el orador de la Revolución, y si a ese título, que me escandaliza y abochorna, se le agrega el de representante de la Primera Junta en el ejército que marchó al Alto Perú, ¿cómo no pensar que la desordenada o concupiscente o disipada conducta sexual que se le atribuye a quien se nombró representante de la Primera Junta en el ejército que marchó al Alto Perú, y a quien se llamó –no importa cuándo, en qué tiempos de desvarío y furioso libertinaje– el orador de la Revolución, pondría en peligro los bienes y los negocios, la tranquilidad, las siestas apacibles, la celebración de los noviazgos y bodas convenientes de quienes, con justicia y razón, sienten que la nostalgia de los días que antecedieron a la compadrada de Mayo les invade el alma?
Pero, señores jueces, ¿se puede conjeturar, como atinadamente podría hacerlo alguien de los aquí presentes o de los ausentes sin excusa, que el orador de la Revolución y el representante de la Primera Junta en el ejército del Alto Perú sea –o haya sido– un individuo lujurioso, desvelado por la perfección de las orgías, con niñas de corta edad, en su campamento de Laja, o inclinado a revolcarse con mulatas, indias, damas de inmaculado linaje o, por qué no, ovejas sarnosas y malolientes, todo ello dicho sin ánimo de ofensa a las reglas del buen gusto, a otras no menos periódicas, y a las abstinencias forzadas por la Naturaleza, de los aquí presentes o de los ausentes sin excusa? (…)
Sí, señores jueces, la conjetura es posible, a poco que los aquí presentes o los ausentes sin excusa fuercen su imaginación y desechen por pueriles, obsecuentes, y también ambiguos, los testimonios del cirujano Carrasco –“nunca lo observé”–, del capitán Argerich –“no le observé vicio alguno”–, capitán García –“no ha caído en los defectos que se notan en la pregunta... Yo pude saberlo... viví con él en la misma casa”–, fray Cuesta –“no pudo ocultármelo por haberlo tratado íntimamente”–, general Balcarce –“viví con él, y nunca vi que su conducta pública se viese manchada por algunos de los defectos que plantea la pregunta”–, y de otros porteños –algunos de ellos, ateos– complacientes con las bajezas que se imputan a quien, hoy, todavía, les habla. (Desechen, desechen los aquí presentes o los ausentes sin excusa esos testimonios: los aquí presentes o los ausentes sin excusa saben, tanto o mejor que yo, que en toda esa maldita eternidad que comienza cuando uno penetra, con la ayuda de Dios, a las damas de inmaculado linaje, las damas de inmaculado linaje aúllan o gimen, y los aullidos o gemidos de las damas de inmaculado linaje –las mulatas y las indias callan, dato fisiológico que no requiere comprobación alguna–, sus corcoveos, su irrepetible vocabulario del placer, lo distraen a uno, le sustraen a uno, por su monótona puntualidad, la capacidad de discernir lo que es conveniente de lo que no lo es.)
¿Cómo, entonces, señores míos y jueces e investigadores, un vástago de familia cristiana, que honra a Nuestro Señor Jesucristo y a la Virgen María, nacido en Buenos Aires, benemérita ciudad en la que ése y cualquier hombre puede progresar –cosa que se reconoce más allá de las fronteras de este enajenable Virreinato–, y casarse y ser padre de cuantos hijos el Padre Celestial quiera darle, y proporcionarles, a esos hijos que el Padre Celestial le pudo dar en su infinita generosidad, un buen pasar y una educación que les haga reverenciar, en cada instante de sus vidas, los misterios de la Iglesia, cómo, decía, ese hombre iba a rebajarse a perpetrar aquello que se condenó en Sodoma y Gomorra?

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