Olvidemos que se trata de un gran tango, un tangazo, un clásico con todas las de la ley.
Olvidemos que tiene una de esas letras de puta madre, poesía y punto.
Olvidemos que habremos moqueado más de lo que nos gustaría reconocer al escuchar cualquiera de esos versos que te rajan un poco más el pecho.
Olvidemos que se trata de Susana Lago, la voz de Anacrusa, esa extraña y saludable mezcla de folklore y rock y qué se yo cuántas cosas más, que regenteó Castiñeira de Dios, allá por los setenta.
Hay una cosa muy íntima en esa imagen. Todos aparecen frescos, sueltos. Nadie posa. Está, obviamente, la voz, la cara, la sonrisa de Lago. Como siempre, uno queda encandilado por su fraseo, esa manera de cantar como desganada, como si dejara caer las frases al tun tun, sin esfuerzo, como si nunca hubiera hecho otra cosa, como si encarnara al tango mismo: morocha, dura, tierna, generosa, sincera…
Olvidemos, hagamos el intento, la poesía.
Hay, además, otra cosa en la imagen que obliga. Se trata de un atelier, de una reunión de amigos. Se trata, uno sospecha, de esos exiliados rezagados que todavía promediando los ochenta seguían boyando en la lejanía. Hay un clima de camaradería, hay la necesidad del tango, de la nostalgia hecha música, para sortear ese pasado reciente, para extrañar mejor lo que para ese entonces ya era elección, hábito, necesidad, culpa, odio, bronca o, por qué no, la nada misma.
Hagamos de cuenta que sobra una silla.
Hagamos la trampa de colarnos en la foto, de participar de ese tango.
O no.
Hagamos, entonces, simplemente, nada.
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