LAS PRIMAS – Aurora Venturini
La infancia minusválida
Mi mamá era
maestra de puntero, de guardapolvo blanco y muy severa pero enseñaba bien en
una escuela suburbana donde concurrían chicos de clase media para abajo y no
muy dotados. El mejor era Rubén Fiorlandi, hijo del almacenero. Mi mamá
ejercitaba el puntero en la cabeza de aquellos que se hacían los graciosos y
los mandaba al rincón con orejas de burro hechas de cartón colorado. Raramente
un mal portado reincidía. Mi madre opinaba que la letra con sangre entra. En
tercer grado la llamaban la señorita de tercero pero estaba casada con mi papá
que la abandonó y nunca volvió a casa a cumplir obligaciones de pater familiae.
Ella asumía tareas docentes turno mañana y regresaba a las dos de la tarde. La
comida ya estaba hecha porque Rufina, la morochita que oficiaba de ama de casa
muy consecuente, sabía cocinar. Yo estaba harta de puchero todos los días. En
el fondo cacareaba un gallinero que nos daba de comer y en la quintita brotaban
zapallos milagrosamente dorados soles desbarrancados y sumergidos desde alturas
celestiales a la tierra, crecían junto a violetas y raquíticos rosales que
nadie cuidaba, ellos insistían en poner la nota perfumada en aquel albañal
desgraciado.
Nunca confesé
que aprendí a leer la hora en las esferas de los relojes a los veinte años.
Esta confesión me avergüenza y sorprende. Me avergüenza y sorprende por lo que
ustedes sabrán de mí después y vienen a mi memoria muchas preguntas.
Especialmente viene a mi memoria la pregunta: ¿qué hora es? Verdad de verdades,
yo no sabía la hora y los relojes me espantaban como el rodar de la silla
ortopédica de mi hermana.
Ella, más
cretina que yo, sí sabía leer la esfera de los relojes aunque ignorara leer en
libros. No éramos comunes por no decir que no éramos normales.
Rum... rum...
rum... murmuraba Betina, mi hermana
paseando su desgracia por el jardincillo y los patios de laja. El rum solía empaparse
en las babas de la boba que babeaba. Pobre Betina. Error de la naturaleza.
Pobre yo, también error y más aún mi madre que cargaba olvido y monstruos.
Pero todo pasa
en este mundo inmundo. Por eso no es lógico afligirse demasiado por nada ni por
nadie.
A veces pienso
que somos un sueño o pesadilla cumplida día a día que en cualquier momento ya
no será, ya no aparecerá en la pantalla del alma para atormentarnos.
Betina sufre un mal anímico
Fue el
diagnóstico de una sicóloga. No sé si lo reproduzco correctamente. Mi hermana
padecía de un corcovo vertebral, de espalda y sentada semejaba un bicho
jorobado de piernecitas cortas y brazos increíbles. La vieja que venía a zurcir
medias opinaba que a mamá le hicieron un daño durante los embarazos, más
espantoso durante el de Betina.
Pregunté a la
sicóloga, señorita bigotuda y cejijunta, qué era anímico.
Ella me
respondió que era algo que tenía relación con el alma, pero que yo no podía
entenderlo hasta que fuera mayor. Pero adiviné que el alma sería semejante a
una sábana blanca que estaba dentro del cuerpo y que cuando se manchaba las
personas se volvían idiotas, mucho como Betina y un poquito como yo.
Cuando Betina
daba vueltas alrededor de la mesa rumruneando, empecé a observar que arrastraba
una colita que salía por la abertura del espaldar y el asiento de la silla
ortopédica y me dije debe ser el alma que se le va escurriendo.
Volví a
interrogar a la sicóloga esta vez si el alma tenía relación con la vida y ella
me dijo que sí, y aún agregó que cuando faltaba, la gente moría y el alma iba
al cielo si había sido buena o al infierno si hubiera sido mala.
Rum... rum...
rum seguía arrastrando el alma que cada día notaba más larga y con lamparones
grises y deduje que pronto se le caería y Betina moriría. Pero a mí no me
importaba porque me daba asco.
Cuando llegaba
la hora ele las comidas, yo tenía que darle la comida a mi hermana y a
propósito erraba el orificio y metía la cuchara en un ojo, en una oreja, en la
nariz antes de llegar a la bocaza. Ah... ah... ah... gemía la sucia infeliz.
Yo la agarraba
de los pelos y le metía la cara en el plato y entonces callaba. Qué culpa tenía
yo de los errores de mis padres. Tramé pisarle la cola de alma. El relato del
infierno me contuvo.
Yo leía el
catecismo de comulgar y «no matarás» se me había grabado a fuego. Pero un
golpecito hoy, otro mañana, crecían la cola que los demás no veían. Sólo yo la
veía y me regocijaba.
Los institutos para educandos diferentes
Yo rodaba a
Betina al de ella. Luego caminaba hasta el que me correspondía. En el instituto
de Betina trataban casos muy serios. El niño-chancho, trompudo, caretón y con
orejillas de puerco, comía en un plato de oro y tomaba el caldo en una taza de
oro. Agarraba la taza con patitas gordas y unguladas y sorbía produciendo ruido
de torrente acuoso derramándose en un pozo y cuando comía sólido movía las
mandíbulas, las orejas, y no llegaba a morder con los colmillos que eran muy
salientes como los de un chancho salvaje. Una vez me miró. Los ojillos, dos
bolitas inexpresivas perdidas entre la grasa, no obstante seguían mirándome y
le saqué la lengua entonces gruñó y tiró la bandeja. Vinieron los cuidadores y
tuvieron que serenarlo atándolo como a un animal, que otra cosa no era.
Mientras
aguardaba que terminara la clase de Betina, paseaba por los corredores del
aquelarre. Vi que entró un sacerdote acompañado del acólito. Alguien había
entregado la sábana, el alma. El cura asperjaba y decía si tienes alma que Dios
te reciba en su seno.
¿A qué o a
quién se lo decía?
Me aproximé y
vi a una familia importante de Adrogué. Vi sobre una mesa sobre un paño de seda
un canelón. Que no era un canelón sino algo expelido por matriz humana, de otra
forma el cura no bautizaría.
Averigüé y una
enfermera me contó que todos los años la pareja distinguida traía un canelón
para bautizar. Que el doctor le aconsejó no parir ya porque aquello no tenía
remedio. Y que ellos dijeron que por ser muy católicos no debían dejar de
procrear. Yo a pesar de mi minusvalía califiqué el tema de asquerosidad, pero
no podía decirlo. Esa noche no pude comer de asco.
Y mi hermana
crecía de alma a cada rato. Yo me alegré de que papá se hubiera ido.
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