La reja del
ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro,
donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo desenvolverse,
hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor.
Era la casa de
mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita. Encima del hall de
esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa en donde se veía
vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados como santos. Leves
sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de aquellos pies, sombras
achatadas como las manos vistas a través del agua de un baño. Había dos pies
chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de pasos
cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la familia no viajaba nunca
y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo, desplegando diarios con músicas
que brotaban incesantes de una pianola que se atrancaba siempre en la misma
nota.
De tarde en tarde, había voces que rebotaban como pelotas sobre el piso
de abajo y se acallaban contra la alfombra.
Una noche de
invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera, que crecía como un
árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las ventanas pesadas de
cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones helados que movían
la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La calle estaba llena de
vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. No
había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto pequeño de una chica
(a quien acababan de darle un beso para que se durmiera,) que no quería
dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro
con los pies embotinados de institutriz perversa. Una voz de cejas fruncidas y
de pelo de alambre que gritaba "¡Celestina, Celestina!", haciendo de
aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que el llanto disminuyó
despacito... aparecieron dos piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa
y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en camisón, saltando con un
caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía forma de nube sobre los vidrios
cuadriculados y verdes. La voz de los pies embotinados crecía:
"¡Celestina, Celestina!". Las risas le contestaban cada vez más
claras, cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la cuerda
ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca encima.
Se oyeron
pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que al desatarse
provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas de demonio volvió a
revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies
corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los piecitos
desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo
quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban gritos de
pelo tironeado.
El cordón de
un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie de la falda
furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra gritó,
haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: "¡Voy a matarte!". Y como un
trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al
suelo, volcando todo su contenido, derramándose densamente, lentamente, en
silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico
golpeado.
Despacito fue
dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza donde florecían
rulos de sangre atados con moños. La mancha se agrandaba. De una rotura del vidrio
empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas como soldaditos de lluvia
sobre las baldosas del patio. Había un silencio inmenso; parecía que la casa
entera se había trasladado al campo; los sillones hacían ruedas de silencio
alrededor de las visitas del día anterior.
La falda
volvió a volar en torno de la cabeza muerta: "¡Celestina,
Celestina!", y un fierro golpeaba con ritmo de saltar a la cuerda.
Las puertas se
abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se transformaron en
rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de colonia en donde
nadaban las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la falda negra se
había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.
Celestina
cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor detrás de los árboles
de la plaza, alrededor de la estatua de San Martín. Tenía un vestido marinero y
un miedo horrible de morirse al cruzar las calles.
"la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa." genial.
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