La honda - Ricardo Piglia
No
me dejo engañar por los chicos. Sé que mienten, que siempre están poniendo cara
de inocentes y por atrás se ríen de todo el mundo.
Ese
día no imaginaron que mi patrón y yo habíamos decidido trabajar, a pesar del
domingo.
Por
eso cruzamos el camino de tierra hacia el depósito del fondo.
Me
acuerdo que por la calle andaba un coche de propaganda con los altoparlantes en
el techo; y que yo escuché la música hasta que doblamos y el paredón apagó el
ruido, de golpe.
Entonces
el viento nos arrimó las voces y las risas.
Cuando
los descubrimos se acurrucaron, tratando de disimularse entre los fierros, pero
ya era tarde.
Ninguno
de los cuatro pasaba de los doce años.
Se
metían a robar pedazos de plomo para tirarlos con la honda.
Dijeron
que estaban allí porque Nacho les aseguró que era amigo del patrón y que el
patrón le daba permiso para juntar el plomo entre los desechos.
Mi
patrón les quitó las hondas que les colgaban del cuello y las tiró al foso de
cemento en el que antes, cuando el taller estaba allí y no sobre la avenida,
engrasaban los coches desde abajo.
Los
pibes empezaron a barrer, como les ordenó el patrón en escarmiento.
Mientras
barrían les preguntó si sabían leer. Los cuatro sabían y los cuatro habían
leído el cartel:
PROHIBIDA
LA ENTRADA
Pero
se metieron por culpa de Nacho que les dijo, repitieron, que era amigo del
patrón.
Nacho,
flaco y morocho, barría en silencio.
Teníamos
que desarmar unas puertas de chapa para poder arreglar el techo del galpón de
lavado. El más alto de los chicos me ayudaba por orden del patrón. Trabajaba
concentrado y me trataba de “señor”.
Ablandamos
los clavos y los arrancamos con la barreta “cocodrilo”. Después sacamos las
chapas y las amontonamos en un costado. Cortamos los tirantes, dos largos y dos
cortos, y empezamos a preparar el soporte.
Trabajamos
la madera al borde del foso para poder serruchar hacia abajo sin peligro de
tocar el suelo y mellar el serrucho. El pibe sostenía fuerte el tirante y me
miraba de reojo.
Al
rato pareció animarse y me dijo, muy serio:
-¿Señor,
me deja agarrar la honda?
-Yo
no tengo nada que ver. Si fuera por mí estaríamos durmiendo la siesta.
Preguntále al patrón, si el te la da -le contesté.
Siguió
ayudando, serio y concentrado. Daba risa con su cara de preocupación. Parecía
el jefe de la barra y de vez en cuando miraba a los otros, como para
tranquilizarlos.
Seguimos
trabajando bajo el sol. Armamos el soporte y nos pusimos a clavar las chapas.
Cada tanto levantaba la cabeza y me miraba sin hablar, serio, con la frente
brillante de sudor. Me molestaba ese modo que tenía de mirarme, como si yo
tuviera la culpa y él me exigiera la honda trenzada, de horqueta de palo, que
veíamos abajo, en el antiguo foso de engrase.
Por
fin le dije:
-Cuando
tire el martillo bajás a buscarlo y agarrás la honda.
Sonrió
y siguió sosteniendo el tirante sobre el que yo martillaba cansado.
El
martillo golpeó contra el piso con un ruido sordo.
-Che,
pibe, bajá a buscar el martillo -le grité.
Bajo
corriendo la escalera manchada por el sol. Desde arriba parecía muy fuerte. Se
le veían los hombros y la cabeza despeinada.
Me
pareció que el patrón había dejado de trabajar.
El
chico se agachó buscando la honda.
Esperé
que se la guardara, apurado, entre la camisa y el pecho; entonces me di vuelta
y le grité al patrón:
-Patrón,
el chico se escondió la honda en la camisa.
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